sábado, 26 de diciembre de 2015

VOLUNTARIADO EN FILIPINAS (Noviembre 2015-Febrero 2016)

En Europa, con 22 años de edad y una carrera acabada, la gente suele decidir entre seguir estudiando o bien adentrarse en el mundo laboral, ganar un sueldo decente y, en el mejor de los casos, comenzar una vida independiente de los padres, que incluye pagar por cuenta propia el alquiler de un nuevo hogar e ir pagando a cómodos plazos las letras de un primer coche. Pero, desafortunadamente, éste no es el destino de la mayoría del mundo: “no es lo normal”. 
Entonces sentí que había llegado el momento de decidir. Decidir entre adentrarse en un mundo occidental, lleno de responsabilidades de las que iba a ser cada vez más difícil escapar, o salir temporalmente de ese “confort” en que me encontraba y descubrir por mí mismo el otro mundo, el de la mayoría.
"Extrañar es el precio que se paga por vivir experiencias inolvidables"

Así pues, gracias a los contactos de unos misioneros escolapios de mi familia, pude establecer comunicación con una de sus comunidades en Filipinas, situada a 12 mil kilómetros de distancia de mi hogar. Y el hecho de la distancia, de hablar otra lengua y de tener una cultura diferente (con influencia española por más de 300 años) no supuso más que un atractivo más para que siguiese adelante en éste proyecto.


La pobreza es un fenómeno social que tiende al infinito. Sabía que no iba a cambiar el mundo, sabía que no iba a salvar ninguna vida y que, por mucho que hiciese, mi labor no iba a ser suficiente.  Sin embargo, necesitaba ver con mis propios ojos todo aquello que siempre nos han estado contando otras personas que habían estado antes que nosotros. Quería ponerme en el lugar de los más pobres y ver si es “tan triste como lo pintan”, percatarme que todo aquello está pasando realmente a las espaldas de nuestras vidas y llegar a conocer a alguna de esas personas y sus increíbles historias de vida.
"A veces sentimos que lo que hacemos es tan solo una gota en el mar, pero el mar sería menos si le faltara una gota"
La llegada a la comunidad escolapia de Cebú fue realmente buena. Desde el primer día me he sentido gratamente acogido por parte de sus sacerdotes y seminaristas y, aunque yo no tengo por qué cumplir con sus horarios, resulta bastante agradable y relajante vivir en un ambiente rodeado de silencio y vida espiritual. Pero, aunque viva aquí, mi labor se encuentra  con otra congregación: Missionaries of Charity (Misioneras de la Caridad).
"El que ayuda de corazón no espera recibir elogios ni de sí mismo"

Ésta congregación religiosa, fundada por la Madre Teresa de Calcuta en 1950, tiene como misión involucrarse hasta el extremo con los más pobres de entre los pobres mediante una sonrisa tan llena de ternura y complicidad que me ha puesto los pelos de punta más de una vez. Ya sólo atravesando el barrio donde se encuentra el centro donde ellas viven se puede ver y oler la pobreza en estado puro, con niños desnudos tirados por el suelo o familias durmiendo en sus calles.

 Aquí las monjas se encargan del cuidado de niños de la calle de 2 a 6 años con problemas de desnutrición que, por lo general, acompañan de otras enfermedades, especialmente, tuberculosis. Estos niños me emocionaron ya desde el primer día. Tanto ellos como ellas suelen estar rapados para evitar problemas con los piojos o la caspa aunque, a alguno que otro, directamente no le sale pelo a causa de su desnutrición. A pesar de ello, cada vez que estamos con ellos se nos acercan con una hermosa sonrisa filipina en busca de cariño y abrazos, sin importarles quiénes somos y sin preocuparse por su grave enfermedad. Al principio fue duro acercarse a estas personitas tan frágiles y enfermas, con verrugas y dientes mal formados por su desnutrición pero, poco a poco, la distancia se ha ido convirtiendo en cercanía y el espanto en cariño.

Coincidiendo con la Navidad, muchas otras veces nos dedicamos también a clasificar y empaquetar con las monjas cientos y cientos de sacos de arroz, nuddles, recipientes con comida caliente, azúcar, pastillas de jabón, calendarios, chanclas, camisetas, crucifijos, toallas, sopas y soja en sobre, jarras o vasos para posteriormente dárselo a las familias más pobres de los sitios más desamparados de Cebú. Muchos de los cuales giran en torno a vertederos o incluso se levantan sobre ellos. Otros se encuentran en medio de las montañas y otros sobre islas tan pequeñas que recuerdan a las películas de náufragos.
Sin embargo, el hecho de desplazarse en furgoneta (a veces en el remolque) o incluso barca a aquellos lugares no parece frenar a las monjas que, con tal de entregar su pedacito de Navidad al mayor número de familias posibles, están dispuestas a todo.
Hasta el momento, la más impresionante de estas visitas ha sido al dirigirnos a un suburbio de Cebú levantado sobre el agua estancada del mar con cientos de residuos que le otorgaban un color negruzco y que generaban unos tremendos olores fétidos y malolientes con los que tenía que luchar para no vomitar o evitar poner malas caras. Pese a ello, era realmente impresionante ver cómo a las monjas no parecía importarles nada de eso y siempre ofrecían con gran cercanía una implacable sonrisa ante las personas del lugar con las que, en muchas ocasiones, también hacíamos juegos y actividades por Navidad. 

De estas personas me llamó la atención su gran respeto ante las monjas y su gran solidaridad incluso con nosotros, pues siempre nos invitaban con lo poco que disponían y se ofrecían alegremente para ayudarnos en cualquier labor, tanto pequeños como mayores. Es esa felicidad e inocencia lo que no deja de sorprenderme de Filipinas, pues, por gracia o por desgracia, estas personas han aprendido a convivir con lo poco que tienen. 
“La revolución del amor comienza con una sonrisa”
-Teresa de Calcuta-

viernes, 18 de diciembre de 2015

DESCUBRIENDO FILIPINAS (Noviembre2015-Junio2016)

Ha sido mucho tiempo pensando en este viaje y, tras 9 tensos días esperando a otro avión en Turquía, por fin ha llegado… ¡Por fin en Filipinas!        
Este país, compuesto de 7.107 islas y dividido de norte a sur en las regiones de Luzón, Visayas y Mindanao, se caracteriza por el calor del clima tropical, una gran humedad y una transpiración constante y, en varias ocasiones, agotadora. Su terreno volcánico es totalmente fértil y sus paisajes meramente asombrosos, repletos de verdor y una belleza tan bonita como inestable, pues no cabe olvidar que Filipinas se encuentra sobre una falla y bajo una zona propensa a los tifones. 
  Pero a pesar de estos paisajes, en Cebú -al igual que en Manila o Tagaytay- la población vive de espaldas a la belleza que le rodea y la vida gira en torno a las carreteras, el ruido y la inmensa contaminación de sus coches, al mismo tiempo que aprovechan sus costas para verter todos sus residuos sin ningún tipo de control.

Junto a éste, otro de los problemas más graves del país es su falta de higiene y pésima red de alcantarillado que, en general, no se encuentra bajo tierra sino en la propia superficie, por lo que es más fácil de lo habitual toparse con cloacas de aguas negras “abiertas al público” o cruzar puentes bajo los cuales pasan riachuelos con más residuos y productos tóxicos que agua. Además, apenas existen zonas abiertas como parques o grandes plazas, por lo que podemos fácilmente hacernos a la idea de lo poco agradable que resulta “pasear” por estas calles filipinas.
Quizás sea por ello que a los filipinos no les guste andar y prefieran acudir a los sitios mediante el servicio de bici, caballo o de jeepny, que no es más que una furgoneta en la que pueden llegar a caber hasta 25 personas por menos de 20 céntimos cada uno. 
Sin embargo, aún disponiendo de un aceptable estado de carreteras, resulta bastante lento moverse por ellas debido a la descontrolada circulación y la escasez de calzadas, que lleva a una gran cantidad de peatones a moverse por sus laterales (tanto es así que que la velocidad máxima permitida en autopista no supera los 90 km/h). 
Para colmo, una vez cae el sol, este tipo de servicios pueden resultar incluso peligroso, ya que algún que otro de sus conductores puede estar bajo los efectos del alcohol o cualquier otra sustancia del estilo...
No obstante, y pese a todo este descontrol que abunda en el país -y que en Europa nos sacaría de quicio a más de uno-, los filipinos se han hecho a ello y parecen no estresarse nunca: cruces entre carriles contrarios, giros de 180 grados en medio de la carretera, cláxones sonando constantemente… Asia… 
Claro ejemplo de ello se aprecia también a la hora de acceder a los jeepnys ya que, aunque parezcan estar llenos, haga un calor y humedad extremos y sus pasajeros estén apretados y sudando, siempre van a estar dispuestos a dejar espacio para uno más con total normalidad.
Aquí resulta imposible no toparse con puestos de arroz, frutas tropicales o comida cocinada al instante con carnes crudas, pescados fritos o deshidratados y abundantes rebozados expuestos al sol durante todo el día y que son cocinados en unas ollas de apariencia no muy limpia. Sin embargo, ésta es una opción muy asequible y, por ello, demandada por los filipinos que, por unos 250 pesos (5 euros) pueden quedarse gratamente saciados.


Por lo que he podido comprobar, la gastronomía filipina suele ofrecer una gran diversidad de platos provenientes de unos mismos alimentos pero que, cocinados y condimentados de diversas formas distintas dan lugar a platos distintos entre sí. Y, como no podía ser menos, la mayoría de ellos giran en torno al arroz: nuddles de arroz, vinagre de arroz, postres hechos a base de arroz...

Sin embargo, el plato estrella por el que se conoce Filipinas, no es ninguno de esos, sino el BALUT: feto de huevo de pato de entre 10 y 21 días de vida hervido, considerado todo un manjar y un gran afrodisíaco. Yo lo he probado alguna que otra vez, y, he de decir que, exceptuando la parte del embrión (que sabe a una mezcla de ostras y flemas), si lo acompañamos de vinagre y sal y lo tomamos recién hervido durante la noche (para evitar ver lo que se está comiendo), he de decir que sabe mejor que un huevo duro de toda la vida.

Pero ante todo, el mayor problema del país no es otro que la inmensa pobreza que se puede apreciar en cada una de sus calles, especialmente incrementada por el gran número de hijos que puede llegar a tener cada una de esas familias.
El 28% del país vive en la indigencia  
Pese a ello, siempre se va a encontrar una sonrisa reflejada en sus rostros. Conocidos mundialmente por su “sonrisa filipina”, su alegría y su hospitalidad, los filipinos son gente realmente humilde y agradable a la hora de hablar. No hay día en que, andando por la calle, muchos de ellos nos saluden con una gran sonrisa llena de naturalidad y, en varias ocasiones, nos pregunten incluso por nuestro nombre o si somos “americanos”.
Sonrisa Filipina :)